Es tan serio el trabajo de un Abogado y son tantas las situaciones injustas que por desgracia debemos presenciar, que el hecho de plasmarlas en forma de relatos, con un tono irónico y jocoso, pudieran llevar a la convicción personal, indudablemente falsa, de que así podría hacerse más llevadero el ejercicio diario de ésta ingrata profesión.

 En todos los que pueden leerse seguidamente figura el Abogado bien como protagonista bien como simple espectador, y en aquellos que aparecen bajo el epígrafe “Formas de matar a un Abogado” se contienen los distintos mecanismos de tortura capaces de alienar y exterminar a los Letrados tanto en su vida particular (¿verdaderamente la tenemos?) como en el desarrollo de su actividad profesional (veinticuatro horas al día, trescientos sesenta y cinco días al año, desde la colegiación y jura hasta el día de su muerte).

 Pido perdón a quien por lo descrito pudiera sentirse tan ofendido como yo, aunque proclamo que todo lo aquí expuesto es rigurosamente cierto, o al menos a mí así me lo parece.


Anárquico orden. Una libre interpretación sobre la exigencia de motivación de las resoluciones judiciales.

 Tal y como ocurre en Cenicienta, pero al contrario, una vez sonaron las doce de la medianoche en el reloj de pared Jacques Almar -que colgaba, con su péndulo, junto a la fotografía del Monarca y la bandera nacional, en una de las paredes del despacho principal del edificio- desde la oscuridad y el silencio en que se encuentran a esas horas las dependencias de cualquier órgano de la administración de justicia, y con la precisión de unos músicos profesionales, todos los elementos y objetos de aquél Juzgado comenzaron a cumplir su cometido, como si de una gran orquesta filarmónica se tratase, de forma totalmente sincronizada, pero también absolutamente arbitraria, esto es, como la Orquesta Filarmónica de Viena el día de Año Nuevo, celebrando una Jam Session.

 Y, así, comenzaron a cobrar vida los expedientes, folios y legajos; las resoluciones judiciales; los Códigos; los Repertorios de Jurisprudencia y las Colecciones de Legislación, tanto en sus versiones en papel como en sus correspondientes soportes informáticos, comenzando a funcionar, también de manera autónoma, máquinas de escribir, ordenadores, escáneres, fotocopiadoras e impresoras.

 Y, de idéntica forma, veíanse también en constante movimiento las togas, puñetas, birretes, escudos, medallas y condecoraciones.

 Los Códigos se abrieron y de los mismos, como de un enjambre, brotaron sus preámbulos, exposiciones de motivos, artículos y disposiciones transitorias, derogatorias, finales y adicionales, comenzando a inundar aquella atmósfera y a intercambiarse con los de otros Códigos distintos, integrándose finalmente en los preámbulos, títulos y capítulos de éstos, ocupando, por tanto, nuevos lugares en los textos para los que no habían sido destinados ni ubicados por el legislador, hablando ahora su letra impresa de cuestiones distintas a la que se mantenían en los artículos, preceptos y disposiciones de los textos de los que procedían, y viceversa; como si a un western de John Ford se hubiese acoplado, por error, el doblaje de un film de Ingmar Bergman, dando todo ello lugar a unos nuevos Códigos en cuyo interior no existía ya ni orden ni concierto; resultando, en el ejemplo, que finalmente la película finalmente exhibida se percibiera irremediablemente como una de las protagonizadas por los Hermanos Marx.

 De las Colecciones de Legislación emanaron Órdenes, Decretos, Decretos-Leyes, Reglamentos y Leyes que conformaron nuevas versiones tan distintas a las originarias que pareciera como si pertenecieran al ordenamiento jurídico de un país o estado diferente.

 Las togas también comenzaron sus paseos fantasmales por oficinas, despachos, salas y pasillos, y ocuparon sillas y sillones, estrados y banquillos, en una recreación idéntica, y no por ello menos anárquica, a aquélla de la que eran testigos cuando colgaban de aquellos cuerpos tan serios, endiosados y señoriales. Los birretes, escudos, medallas y condecoraciones fueron a hacer puñetas, dicho sea, en el sentido más acorde con la opinión que el justiciable tiene, terminando finalmente en lugares totalmente diferentes a aquéllos de los que provenían.

 Los folios impresos, expedientes y legajos, incluso los que figuraban en los desordenados archivos, y los amontonados en pasillos y baños, como si hubieran sido impulsados por una fuerza eólica irresistible, comenzaron a salir de sus carpetas y encuadernaciones cosidas con hilo, como caen las hojas de los árboles en el otoño en parques, campos y campiñas, pasando por entre  las mesas, sillas, estanterías y demás mobiliario, en un caótico baile de celulosa, ocupando después, horas más tarde, en completo desorden, lugares distintos a aquellos de los que procedían, dando lugar así a nuevos y anárquicos contenidos en sus originarios continentes.

 De los Repertorios de Jurisprudencia y de los legajos y expedientes salieron también Sentencias cuyos Hechos Probados pasaron a formar parte de resoluciones que contenían Fundamentos Jurídicos no acordes con aquéllos, integrándose los Fallos en cualesquiera otras Sentencias, insertándose así fallos absolutorios en Hechos Probados y Fundamentos Jurídicos condenatorios y, al contrario, pasando finalmente a componer unas novísimas colecciones jurisprudenciales, aunque, en honor a la verdad -la que debe regir en todo proceso- ha de decirse que el resultado, aunque caótico, no era tan divergente, en ocasiones, al inicial.

 Así siguió, como cada día, aquél baile de letras, folios, tergales, rasos de rayón, alpacas y terciopelos, durante horas y horas, componiendo puzles ilegibles y formando figuras no identificables. Y Así continuó, efectivamente, hasta el amanecer.

 Ya al alba, las togas habían vuelto a ocupar sus percheros, y armarios, en distinta disposición y orden, y aunque las puñetas y escudos que portaran no se correspondieran con los inicialmente bordados; los libros y códigos hallábanse ya en sus respectivas estanterías y mesas, conforme estaban dispuestos, -mezclados en el habitual desorden- y las diligencias de ordenación, providencias, decretos, autos y sentencias, se encontraban sobre las mesas correspondientes, impresas en papel oficial y dispuestas –evidentemente, conforme se ha visto, con contenido distinto- pero en el mismo orden (¿orden?) en que fueron dejadas el día anterior.

 Cuando, abiertas ya las oficinas y despachos, todos hubieron ocupado sus puestos, después de los desayunos de rigor, las togas volvieron a ser usadas, y a ser igualmente consultados los códigos y las colecciones y repertorios de legislación y jurisprudencia. Y, cuando todos hubieron ocupado sus sillas y sillones, después del penúltimo café, también las resoluciones, debidamente motivadas (más bien re-motivadas) en nombre de su Majestad, tras ser firmadas, “leídas y publicadas”, fueron notificadas a las partes, eso sí, y como es preceptivo, con información y advertencia de los recursos que contra las mismas dispone la Ley y de los depósitos, exigidos en su caso, para cada recurso.

 Y así, mientras la imagen que la sigue representando hoy continúa con los ojos vendados, la justicia continúa su curso hasta el fín de los tiempos, por los siglos de los siglos, AMEN.

 

 Juan Pedro Peinado. Úbeda y Abril, 2011.


El crimen de los domingos.

 A la hora concertada, como cada domingo, casi como si se tratara de una ceremonia religiosa, con meditada y evidente premeditación -emulando a Jack el Destripador, sin duda uno de los más célebres asesinos de la historia- comenzó a preparar los instrumentos necesarios destinados a la extinción de aquél ser que, con las extremidades amordazadas y aguardando con evidente angustia e inquietud, se encontraba retenido contra su voluntad a la espera de una desigual lucha y de, para él, un brutal, seguro y triste desenlace.

 A la hora concertada, como cada domingo, casi como si se tratara de una ceremonia religiosa, tras tomarlo con sus manos y depositarlo sobre la enorme plancha metálica colocada, a su vez, sobre el frío granito de aquella dependencia -como si al situarlo sobre tales superficies  pretendiera repetir y emular aquellos sacrificios ancestrales que se ofrecían a dioses desconocidos y sanguinarios- asió primero el afilado instrumento y, sin utilizar ningún tipo de líquido anestésico y venciendo también las inútiles muestras de oposición del indefenso adversario, comenzó a cortarle y abrirle el cuerpo desde la parte inferior hasta la cabeza y, una vez hubo llegado a ésta, dejando a un lado el arma cortante y tomando otro instrumento aún más preciso, continuó abriendo su cabeza, como se abre un vestido de cremallera o se corta una cartulina o una tela, tras lo cual, y después de romper con las tijeras las ataduras de color anaranjado que las amordazaban, arrancó de cuajo sus extremidades superiores, que fueron golpeadas brutal y reiteradamente con otro de aquellos peligrosos utensilios, hasta quedar totalmente aplastadas, abiertas e inservibles, desarmando así a la infausta  víctima de sus únicas defensas que, quizás a modo de protesta, mostraban, a intervalos, un nervioso movimiento.

A la hora concertada, como cada domingo, casi como si se tratara de una ceremonia religiosa, una vez hubo dado muerte y descuartizado a su nueva víctima, continuó con el ritual habitual: Depositó el cuchillo, las tijeras, el mazo y el resto de herramientas en aquél hueco de acero inoxidable y, tras lavarse y secarse las manos - casi con la misma pulcritud y asepsia que un cirujano emplea antes y después de todo acto quirúrgico- tomó el gran recipiente metálico instalado bajo el cuerpo de su víctima y recogió los jugos que emanaron de su acto criminal y, así, se dispuso a continuar con aquella ceremonia ya usual, ya, por desgracia, vilmente repetida.

 A la hora concertada, como cada domingo, casi como si se tratara de una ceremonia religiosa, emulando a aquél Hannibal Lecter que un día, tan sólo un día, tal vez le sobrecogiera, no conformándose sólo con el secuestro, tortura y posterior muerte de su desigual contrincante, comenzó a elaborar su sanguinaria receta, tras lo cual, transcurrido el tiempo de rigor, y cuando hubo finalmente terminado, con su trofeo ya incorporado y adherido a aquél guiso funerario, se dirigió a la habitación contígua.

 Y, como cada domingo, a la hora concertada, como si se tratara de una ceremonia religiosa, pero ya en presencia de sus cómplices y encubridores, el Abogado gritó -como lo hace cualquier sádico tras su acto más criminal, esto es, sin ningún reparo ni arrepentimiento- pletórico y orgulloso de su acción:

- ¡” YA ESTÁ AQUÍ EL ARROZ CON BOGAVANTE”!

 

 

 Juan Pedro Peinado. Úbeda, 2011


“Calamandreismo”.

 A Roberto Saviano por “La Democracia Vendida y el Barco de la Constitución”, de su obra “Vente Conmigo”, (Páginas 158 a 161, Editorial Anagrama, Crónicas, Primera Edición, octubre 2011).

 

         El Letrado, aireando con ímpetu su toga tras dejar caer al suelo los ejemplares de La Constitución y el Código Penal que se hallaban, junto a su voluminoso expediente del caso y demás documentación, sobre la mesa destinada a la Defensa, situada a la izquierda del Juez y frente al Ministerio Fiscal y, tras recibir por ello la reprimenda y amonestación verbal de aquél, que pareció acabar de despertar de un profundo y placentero sueño, concluyó así su informe oral:

        “Como afirmaba Piero Calamandrei, miembro de la Asamblea Constituyente, uno de los padres de la Carta Magna italiana, y autor, entre otros, de “Fe en el Derecho” o “El Elogio de los Jueces escrito por un Abogado”, en el Discurso que sobre la Constitución Italiana pronunció ante los estudiantes de la Universidad de Milán en 1955: La Constitución no es una máquina que una vez puesta en marcha funcione por sí sola. La Constitución es un trozo de papel: lo dejo caer y no se mueve. Para que se mueva hace falta alimentarla cada día con combustible, hace falta alimentarla con el compromiso, el espíritu, la voluntad de mantener esas promesas, la propia responsabilidad”.

        “De la misma forma, ésta Defensa impetra la libre absolución de su defendido, con todos los pronunciamientos favorables, pues no dictar una Sentencia conforme a dicha petición -dada la ausencia de actividad probatoria de las Acusaciones y la no enervación, por tantom del principio de presunción de inocencia que ampara al acusado- supondría dejar caer, como ha hecho este Letrado, los textos que consagran los principios básicos de nuestro Derecho Constitucional y Penal, como muestra del desprecio que a dichos elementales principios constitucionales y regidores de nuestro Sistema Penal parece tener la Acusación Pública, lo que, por antijurídico y anticonstitucional, no debe desde luego ser premiado con el dictado de una sentencia condenatoria lo que, de producirse finalmente, sería totalmente humillante para quien, como es el caso de mi patrocinado, el acusado, en modo alguno merece el reproche penal, dadas las circunstancias y el contexto del caso que se enjuicia, lo que también sería despreciativo para nuestra Carta Magna. Por eso esperamos el dictado de una Sentencia Absolutoria. Eso es todo, y muchas gracias.”

        Y, después de ello, una vez concluido el juicio, tras haber quedado éste visto para Sentencia, desconectado el sistema de grabación y firmada que fue el acta, -al haber asistido a la misma, de forma accidental, el Secretario- el Letrado de la Defensa, aun portando su toga, abandonó la Sala, con gesto imperturbable, quedando los textos allí donde fueron arrojados instantes antes, en el suelo, pero ahora, además, en soledad y a oscuras, tras ser totalmente desalojado el frío e impersonal habitáculo.

  Horas después, la empleada de la limpieza, antes de la boda civil que allí habría de celebrarse, tropezó en la Sala con aquellos dos libros, ahora de nuevo pisoteados y, aunque en un primer momento los asió para depositarlos en una de las mesas como había procedido en alguna otra ocasión, tras pensarlo mejor, se dijo:

  -"Y, ¿A mí qué me importa, si no soy la dueña del Juzgado?"

  Y acto seguido los arrojó, sin ninguna consideración, a la bolsa de basura, junto a el clínex, los folios arrugados y el capuchón mordisqueado de un bolígrafo bic.

  Y, si el Letrado hubiera podido observarla entonces y escuchar sus pensamientos, quizás también habría pensado para sí:

  - "¿De nuevo la “Metáfora del Barco”, de Calamandrei?" *

 

Juan Pedro Peinado. Úbeda y Diciembre, 2011.

 

  * ”La metáfora del barco la utiliza precisamente Calamandrei, y es una metáfora que siempre me ha parecido muy hermosa. Es la historia de dos emigrantes, dos campesinos, que atraviesan en océano en un vacilante barco de vapor. Uno de ellos duerme en la bodega, el otro está en el puente y advierte que hay una gran borrasca con olas altísimas y que el barco se balancea. Asustado, le pregunta a un marinero: - Pero ¿estamos en peligro?. El marinero le contesta: - Si continúa este mar, en media hora el barco se hunde. Entonces el campesino corre a la bodega a despertar a su compañero y le dice:  

  - ¡Beppe, Beppe, si continúa este mar, en media hora el barco se hunde!

  Y el otro le responde:

  - ¡Y a mí qué más me da, si el barco no es mío!”   
  (Roberto Saviano, obra citada).


La otra puerta.

 "La mujer del César no sólo debe ser honrada, sino también parecerlo."
    Cayo Julio César.


  Dicen que el asesino pudo, con sigilo, introducirse en la oficina que comunica el despacho del Juez con la puerta accesoria de la Sala de Vistas, con el pretexto de obtener testimonio de una resolución que le afectaba, y allí aguardar a que terminara aquél juicio para, seguidamente, cometer su reprobable acto.

 Hay quien sostiene también que, envuelta en aquél periódico, llevaba al arma con la que, instantes después, perpetraría su deleznable crimen, que no había sido detectada por la vigilancia de la puerta de acceso a los Juzgados, por estar averiado el arco de seguridad instalado a la entrada del patio que da acceso al edificio.

 Alegan unos que, un año antes, ese mismo Juez le había mandado a prisión preventiva durante ocho largos meses, privándole también, como medida cautelar, de la patria potestad de sus hijos hasta que finalmente quedó demostrada su inocencia respecto de aquella, al parecer injusta, acusación de violencia doméstica.

 Mantienen otros, sin embargo, que aquél Profesor de Filosofía de Instituto ya estaba enajenado antes de aquél hecho. Hubo incluso quien afirmó que el mero hecho de conocer el latín, de ser especialista en metafísica y de poseer una muy completa biblioteca era ya un síntoma indiscutible de su locura.

 Y parece haber unánime acuerdo en que finalmente resultó absuelto en aquél juicio no porque no fuera realmente culpable, sino por ausencia de pruebas, y porque buscó para su defensa a un Abogado que hizo muy bien su trabajo: tergiversar la realidad. Aunque esto último no es muy creíble, pues es evidente que ya la falta de pruebas en éste tipo de delitos no es, casi nunca, desencadenante inequívoco de la absolución, al darse un valor primordial e indiscutible a la declaración de la víctima, que se convierte así en prueba fundamental para la acusación y, por tanto, para la implacable condena.

 Fuera como fuere, lo cierto es que, terminada la vista, cuando el Juez se dispuso a abandonar la sala -y, tras abrir la puerta que da a la oficina que, a su vez, comunica con su despacho- nada más traspasar el umbral, recibió por parte del agresor, sin mediar palabra alguna, tres descargas mortales de las cinco que pudieron escucharse, inundándose la atmósfera de un peculiar olor a quemado, y el suelo, la pared y los expedientes de las mesas contiguas, curiosamente, de una sangre tan roja como la de cualquier otro mortal.

 Sin embargo, otro cuerpo, que también aparecía como amortajado con otra toga de un mismo negro de luto inmaculado, fue hallado en el suelo, inerte, junto al del Juez: era el cadáver del Fiscal que también había asistido, como acusación pública, al juicio y que, al parecer -no podía ser de otro modo por el resultado producido- también pretendió utilizar dicha puerta para llegar a su despacho, en lugar de salir, como los Letrados, las partes del proceso, el agente judicial y el público asistente, cuando es pública la audiencia, por la puerta principal de la sala que, desde el patio central del edificio, da acceso a la misma, tanto para la celebración de los juicios civiles y penales, como para la de las bodas civiles que con cada vez mayor regularidad tienen lugar, y que, contradictoriamente, se celebran en el mismo e idéntico contexto donde luego, con cada vez más frecuencia, habrán de disolverse por causa de divorcio.

 Entre el evidente alboroto, y mitigado por el ruido de las ambulancias y vehículos policiales, y también por los sollozos de algunos funcionarios y de la Letrada de la Administración de Justicia -que se libró de una muerte segura, de milagro, al no ser ya preceptiva su presencia en los juicios, como si el destino le hubiese permitido vivir para poder dar fe pública judicial del suceso-, entre los comentarios de los grupos y corrillos que se iban formando, que atravesó, corriendo y tropezando, el Médico Forense, se pudo escuchar a un Letrado ya mayor que se encontraba en el lugar de los hechos decir lo siguiente:

  - “Lo decimos tantas veces…... Si nos hubieran escuchado....... Los Fiscales no debieran utilizar nunca la otra puerta, la que utiliza el Juez y el Secretario para entrar y salir de la Sala de Vistas, sino la misma por la que entramos y salimos los Letrados, nuestros clientes y el público, aunque sólo fuera por guardar la apariencia de igualdad entre las partes. ¿Qué puede pensar un ciudadano cuando ve que su Letrado accede a la Sala con él por una puerta y que el Fiscal, sin embargo, lo hace por la misma que el Juez que va a juzgar el caso que enfrenta a ambas partes? De no existir esa práctica tan poco pulcra, el desenlace en este caso, aunque trágico, no hubiera sido tan dramático.”

      De los pocos datos que se han podido conocer hasta el momento, el periódico en que el presunto asesino ocultó su arma era un antiguo ejemplar de “El Imparcial” y en los calabozos pidió conservar, aunque ello no le fuera inicialmente concedido, el librito que portaba en uno de sus bolsillos: “Vidas Paralelas”, de Plutarco.

 

  Juan Pedro Peinado. Úbeda, 22 de abril de 2011.


Recuerdos de Derecho Canónico.

Ahora que ya lo sabemos, hemos de decidir cómo actuar.

 Él es mucho más joven que ella y, prácticamente desde que lo adoptamos, lo ha criado como si se tratase de su hijo o, cuando menos, de su hermano menor.

  Míralo ahora. Nervioso, celoso ante el hecho de que a ella la prestemos toda la atención desde esta mañana, en que hemos conocido que ha parido, deshaciéndonos en atenciones, mientras que a él le prestamos la precisa, sin mayores miramientos, casi culpabilizándolo por haber provocado ésta situación.

 Aunque es indudable que también ella habrá tenido alguna participación, (acuerdo de voluntades) como en cualquier negocio jurídico de carácter civil o mercantil, salvo que nos encontremos ante una agresión de carácter sexual que, aunque no denunciada, no por ello deje de ser merecedora del más evidente y duro reproche.

    Desde luego no es que parezca un padre muy responsable. Desaparece y luego vuelve cuando le viene en gana. Más bien, al contrario, muestra un desinterés impropio de quien tiene ya que enfrentarse a una situación de tan clara e indiscutible responsabilidad. Demuestra una patente inmadurez. Pero, ¿cómo habría de tenerla, a su edad, si parece un incipiente adolescente?

  Pero el problema, el verdadero problema, es qué pensaría vuestra abuela, de misa diaria, si supiera de este nacimiento. Sin duda díría:

  - !"Menudo ejemplo"!

 Ni siquiera recuerdo qué Canon de Derecho Canónico contemplaba tal situación. Ya nos inventaremos algo. Mientras tanto hay que procurar que no se enfríen en ésta noche lluviosa de marzo y que ella coma por dos, como afirmaban antaño, ante un parto, las mujeres más ancianas de los pueblos.

    - Bueno, niños, es hora de acostarse, que mañana tengo un juicio muy temprano y, vosotros, colegio. Por cierto, comprenderéis que me oponga ahora a que vayais con vuestros amigos y amigas a la sierra el próximo fin de semana! ¡Dejad ahora que Nora y Tarzán descansen con su camada mientras pensamos qué nombres les pondremos a éstos chuchos.

 

 Juan Pedro Peinado. Úbeda y Marzo, 2012.


La justicia y el karma.

 ¿Por qué, tan joven, tenía que sufrir ese desarreglo y la continua insatisfacción propia y de su pareja, al no poder culminar el acto, si la analítica había sido negativa: ni diabetes, ni depresión, ni próstata?

 Eso pensaba el Juez, absorto, cuando volvió a la realidad, justo en el momento en que el Letrado de la Defensa comenzaba su alegato jurídico.

 Y cuando se disponía, como de costumbre, a interrumpir bruscamente al Letrado, instándole a ser breve en su discurso, en ésta ocasión renunció a hacerlo, pensando que era hora de suprimir el vértigo de la rapidez que siempre trataba de imponer en los juicios.

 Por ésta vez dejó al Letrado expresar libremente sus argumentos, desde sus palabras preliminares -su introducción y el desarrollo del nudo argumental- hasta la conclusión final, todo ello expresado con fascinación, en éxtasis.

  Y aquella noche el Juez disfrutó más que nunca en la cama: con los preliminares y la introducción hasta el resultado final, con el mismo arrobamiento y embeleso que, de forma idéntica, había expresado y sentido el Letrado en Sala: en éxtasis, sin ningún “coitus interruptus”.

 

 Juan Pedro Peinado. Úbeda, 2012.


    Existencialismo informático.

 Lo había conocido hacía ya unos siete años, cuando un antiguo cliente, de los de mayor confianza entonces, compadecido por el obsoleto sistema informático que observó en el despacho, casi suplicándole, se lo recomendó, logrando así, tras sus primeras reuniones que, en muy poco tiempo y con considerable pericia, le instalara los más actualizados mecanismos, equipos y soportes, que permitieron por fín al Letrado modernizar, con acierto y de forma definitiva y muy razonablemente económica, su oficina.

 Desde entonces establecieron un contínuo contacto, tendente, fundamentalmente, a instruir al Abogado en el manejo de los nuevos programas y sistemas, desembocando ello, también en muy poco tiempo, en una relación que, trascendiendo ya las meras cuestiones de carácter técnico y profesional, consolidó en una recíproca y sólida relación de amistad.

   Una mañana, al despertar, el Abogado recordó que había soñado la noche anterior con la muerte  de su amigo informático, y que, en su funeral -como suele mostrarse en las películas de corte anglosajón- tomó la palabra para, ante todos los presentes, glosar la sincera amistad, la generosidad, el desprendimiento y la entrega desinteresada de quien había sido uno de sus más fieles amigos y colaboradores, hasta terminar hablando, con cierto toque de humor, también de sus pequeñas debilidades –ramalazos de pereza, en ocasiones, y de gula, en muchas otras y, en algunos momentos, los menos propicios, una sonrisa mordaz, sarcástica, idéntica a aquella que de niño tanto le divertía de “Patán” -el perro sarnoso que acompañaba a Pierre Nodoyuna (Dick Dastardly, en inglés) en la serie de animaciónAutos Locos- y que ahora tanto le disgustaba.

 Así, ilustró la figura de aquél con quien tantos momentos informáticos y de ocio había compartido, antes de -como también vemos en películas irlandesas- dirigirse al pub donde, bebiendo ginebra con coca-cola, comiendo dulces y palomitas y fumando sin parar ese tabaco de liar danés que tanto le gustaba, Cross Road, recordaría a quien ya no podría acompañarle como antes había hecho en tantas otras muchas ocasiones en los últimos años.

  Sin embargo, el sueño no le alarmó porque sabía -por sus lecturas de Freud, y también por haberlo escuchado al profesor Cencillo, que tan claramente hablaba en la radio de éstos temas- que soñar con la muerte de un ser querido no es desearla, ni tan siquiera inconscientemente, ni presagiarla o vaticinarla, sino, más bien al contrario, la respuesta a un deseo inconsciente de que quien fallece en el sueño renazca de otra forma, con otras cualidades. En éste caso bien podría significar que era el momento de que el aprendiz de informática rompiera esa especie de vínculo umbilical que le unía con su maestro, como si ya no fuera tan necesaria esa casi contínua dependencia del mismo.

 Al día siguiente, cuando volvió a ver a su amigo, tras saludarlo, de forma animada y sonriente, le relató el sueño. Y, tras observar la reacción de sorpresa de su interlocutor –que quedó estupefacto, pues no podía conocer lo que al respecto pensaba Freud de los sueños, al no ser nada aficionado a la lectura, ya que consideraba que los novelistas e intelectuales debían estar un poco locos de tanto leer y pensar en sus historias- le tranquilizó con la explicación del significado que los más expertos en la interpretación de los relatos oníricos dan a aquellos relativos a la muerte.

 Y, seguidamente, con total franqueza y con una espontaneidad casi infantil -que provocó ésta vez en el informático una carcajada tan distinta a la de “Patán” de “Autos Locos”- el Abogado le espetó:      

 - "Dime, amigo. Cuando los informáticos mueren, ¿Dónde van? ¿A la nube?  

 

             

  Juan Pedro Peinado. Úbeda, 2013.